Las
lágrimas desbordan mis párpados mientras espero al último tren. He pasado la
noche despierto al lado de ella, ambos evitando rozarnos con extraña y dolorosa
cortesía, como dos desconocidos que por circunstancias se ven obligados a
dormir en la misma cama. Ayer me dijo que me quedara unos días más. Eso fue
horas antes de que rompiéramos.
Por la
mañana, hemos compartido un desayuno terminal sin palabras, como la última cena
del condenado. Luego me he ido sin más. El enmarañado cordón laboriosamente trenzado
durante años se ha roto con insospechada y gordiana rapidez.
En la
estación de tren ha empezado a faltarme el oxígeno. Empezar otra vez, nacer de
nuevo a la soledad. Llorando. Con dolor.
En el
andén, esperando mi mismo tren, una chica tan parecida a ella que me he puesto
a temblar. Burlón, el destino me llama al andén. No tengo fuerzas para desoír
su llamada.
El
sonido del tren acercándose. Dejo caer mi maleta.
Voy
hacia ella. Me mira y sonríe. Quisiera decirle tantas cosas antes. Ya no hay
tiempo.
—Yo…
La
empujo. Cae entre las vías.
El tren
la arrolla.
Me
quedo mirándola.
Desde
el andén.
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