El río. Siempre el río. Inundando las ruinas de mis
antepasados: la catedral de un viejo dios olvidado, las cuatro torres apuntando
al cielo preñado de nieve. Quizá el dios se enfadó con ellas y desde entonces
no ha dejado de nevar. Quizá sí, porque una está truncada como los dedos de los
salvajes a los que atrapamos en la margen derecha. No hay mucha comida aquí.
Así que arriesgo mis dedos cruzando a la otra orilla. El agua es tan fría como
el rechazo de mi tribu. Pronto seré un hombre. No hay sitio para todos. La
corriente me lleva y me golpea contra una pantera de bronce musgoso casi tan
grande como una de verdad. Me impulso contra ella con pies que no sienten. En
la margen izquierda, los árboles hambrientos me oyen y se agitan cerrándome el
paso. Empiezo a hundirme hacia los delfines y los edificios del fondo. No puedo
cruzar el Ebro. Me lo impide la arboleda.
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